El movimiento feminista no es una moda ni un capricho: es el latido persistente de la humanidad hacia la justicia. A lo largo de los siglos, ha desafiado estructuras opresivas, redefiniendo qué significa ser mujer, persona y ciudadana.
Desde las sufragistas que quemaron corsés y reclamaron votos en el siglo XIX, hasta las colectivas latinoamericanas que hoy gritan «Ni una menos», el feminismo ha sido un río subterráneo que nutre revoluciones. Su importancia histórica radica en algo simple y profundo: sin él, la mitad de la población seguiría siendo silenciada.

Chimamanda Ngozi Adichie, con su claridad certera, resume el núcleo de esta lucha:
«El feminismo no es una conversación exclusiva de mujeres. Es una conversación sobre justicia»
La autora nigeriana subraya que el feminismo no busca invertir jerarquías, sino desbaratarlas. Su llamado a incluir a los hombres en el diálogo —no como salvadores, sino como aliados— refleja la evolución de un movimiento que ya no se conforma con migajas de igualdad, sino que exige replantear el sistema entero.

Pero el feminismo sería incompleto sin las voces marginadas dentro de su propio torrente. Rigoberta Menchú, líder indígena guatemalteca y Nobel de la Paz, advierte:
«La mujer indígena no solo carga con la opresión de género, sino con el racismo y la explotación de clase»
Su frase desnuda la ceguera de un feminismo blanco y occidental que, durante décadas, ignoró las múltiples cadenas que oprimen a millones. Menchú nos recuerda que la liberación debe ser interseccional o no será liberación.

En esa misma línea, Marielle Franco, la socióloga y concejala brasileña asesinada en 2018, gritó:
«¿Cuántas más tienen que morir para que esta guerra contra las mujeres negras termine?»
Marielle, mujer negra, favelada y lesbiana, encarnó la resistencia contra un sistema que mata por género, raza y pobreza. Su pregunta, aún sin respuesta, es un eco de las feministas del Sur Global que han puesto el cuerpo frente a las balas del patriarcado colonial. Tal fue así que Marielle murió víctima de una de esas balas.
Las luchas actuales beben de estas herencias. Cuando Malala Yousafzai afirma que «Un niño, un maestro, un libro y un lápiz pueden cambiar el mundo», no habla solo de educación: señala que el conocimiento es el arma contra la subordinación histórica de las niñas. Con esta frase de Audre Lorde, poeta afroestadounidense, nos urge a crear formas propias de resistencia, lejos de los moldes patriarcales:
«Las herramientas del amo nunca desmontarán la casa del amo»

El movimiento feminista, con sus contradicciones y aciertos, es el proyecto político más duradero y transversal de la historia. No solo ha conseguido derechos —voto, divorcio, acceso a la educación—, sino que ha cambiado nuestra forma de habitar el mundo. Virginia Woolf lo sabía cuando escribió: «No hay barrera, cerradura ni cerrojo que puedas imponer a la libertad de mi mente». En esas palabras late la esencia: el feminismo como acto de imaginación radical, como desafío a lo que «siempre ha sido así».
Hoy, frente a los retrocesos autoritarios, su vigencia es crucial. Dora Barrancos, socióloga argentina, nos dice: «El feminismo es la única corriente que ha interpelado todos los ámbitos de la vida humana». Desde el laboratorio de Marie Curie hasta el grito de Las Tesis en las calles de Chile, el movimiento sigue siendo brújula y espuela. Porque, en palabras de Elena Poniatowska: «La mujer que alza la voz es la mujer viva». Y hay toda una historia —y un futuro— que gritar.
Este 8 de marzo nos vemos en las calles.